Mi ultima y maldita carcel era tan antigua como mis uñas, tan vacía como mis esperanzas, tan fría como mis palabras, tan destruida como mi vieja ropa, tan absurda como mi propia existencia.
Hablaba sola junto a la tímida puerta de donde entraba por día una hora de luz y soñaba con el mundo maravilloso que había afuera, detrás de esos muros. Un mundo que sentía distante y lejano, tanto como lo estaba mi propia felicidad.
Contaba cada golpe que me daba contra las afiladas y estúpidas aristas de mi soledad y sentía que cada moretón era sumamente mortal.
Había velas encendidas, tan desgastadas y sucias que cada día al anochecer esperaba que no soportaran y se vencieran, dejando más oscura la noche que mi propio malestar.
En ese abrigo del frio, la angustia, la desesperación y el desorden había solo una voz... la mía.
Un día hace tiempo quise saber qué había afuera. Me puse gorro y guantes, bufanda y campera y me asomé timidamente al patio de la cárcel. El sol estaba tibio y el cielo era celeste. Me pregunté si sería asi todos los días puesto que yo no podía verlo desde mi celda.
El exterior parecía mágico y la salida estaba abierta. Me sentí con la autoridad como para salir y di un paseo. Me gustó. Y también me dió miedo.
Sin embargo no volví a entrar a mi celda... por ahora.
Trato de caminar cada día una cuadra más lejos.
La carcel está cerca. Pero no quiero volver.